Indagando sobre el lugar que la sexualidad ocupa en las escuelas, nos encontramos con estas notas de Valeria Flores, de Fugitivas y las compartimos con vos:
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Una escueta y burocrática respuesta al pedido de una “maestra tortillera”, solicitando días de clase para participar en un congreso, dispara una reflexión sobre ese tiempo suspendido que impone la espera como un mecanismo domesticador.
El 19 de diciembre del año pasado, último día de trabajo en la escuela, recibo una nota de la Dirección Provincial de Enseñanza Primaria. Era la respuesta a una solicitud que había presentado en junio, peticionando el no cómputo de inasistencias para poder participar como expositora en las IX Jornadas Nacionales de Historia de las Mujeres y IV Congreso Iberoamericano de Estudios de Género, que se realizaría en Rosario durante los primeros días de agosto. Las maestras en Neuquén tenemos 6 días de licencia al año para concurrir a capacitaciones y yo había agotado más de la mitad de esa licencia, por lo cual me faltaba cubrir un día para asistir a dicho congreso. Participé del mismo con un escrito titulado: “El armario de la maestra tortillera. Políticas corporales y sexuales en la enseñanza”, en el que se expresa mi identidad sexual como lesbiana y las implicancias que tiene el identificarse con una elección sexual diferente a la (he-tero) normativa en el trabajo docente. Casi 6 meses después, el Consejo Provincial de Educación me respondía de forma negativa a mi solicitud, con el argumento central de que “la temática abordada no está comprendida dentro de los lineamientos pedagógicos establecidos por el CPE y no son pertinentes a las actividades de índole cultural, científica y educativa que contemplan desarrollarse en el ámbito educativo”.
¿No es pertinente una maestra lesbiana? ¿O lo no pertinente es que reflexione sobre su identidad sexual con relación a su trabajo? ¿O que escriba un término injurioso para referirse a sí misma? ¿O que lo escriba en referencia a un ámbito tan asexuado o heterosexuado como la escuela? Y así podríamos continuar interrogándosenos acerca de lo “impertinente” del caso.
Sin embargo, más allá del correspondiente reclamo por discriminación que inicié apenas recibida la nota, las resonancias de este hecho en el orden de mi temporalidad me afectaron profundamente. Un término que se reiteró en cada instancia a la que demandé alguna explicación o acción; una fuerza que transformaba las horas en surcos de anestesia sobre la indomable fluidez vital: esperar. Esperar que contesten la nota, esperar que se abra el expediente, esperar que pasen las vacaciones, esperar que circule el expediente, esperar que lo vean lxs vocales del CPE, esperar que cada unx se tome 20 días para decidir, esperar la opinión de unx expertx, esperar que decidan sobre mí, esperar que sea prioridad política (eufemismo para referirse a decisión política), esperar las condiciones, esperar que las cosas cambien, esperar que llegue el momento, esperar la resolución de las urgencias, esperar que me juzguen, esperar la próxima sesión del cuerpo colegiado. Esperar. No obstante, mi madre y mi padre no esperaban tener una hija lesbiana, en la escuela no esperaban tener una docente lesbiana, en la calle no esperan ver besarse a dos lesbianas, la gente no espera que hagas público tu deseo lésbico, los machos no esperan que las lesbianas ocupemos su territorio, las chicas bien no esperan verse atraídas por lesbianas, los trabajadores no esperan que entre sus filas haya lesbianas, tu ginecóloga no espera que su paciente les diga que no toma anticonceptivos porque es lesbiana. Y así transcurre la vida, entre una interminable lista de esperas y sucesos inesperados. Hay múltiples formas de la espera, no obstante lo que me irritó fue que nuevamente me vi despojada de mis decisiones, de mis elecciones, de mis deseos, de mi capacidad de actuar. Esperar es, justamente, “no comenzar a actuar hasta que suceda algo”. Como un modo de obediencia sujeta a los designios de los otros. Como parte de un código de género que modela el sistema sensorial de tu cuerpo y hace de la espera un registro natural en el que tu propia vida queda suspendida en una maraña de normas, leyes y creencias que te distancian de vos, una lejanía que se ata a algún lugar de poder que te es ajeno. Esperar no es sólo el tiempo naturalizado de la pasividad, es también espacio de un cuerpo cuya identidad se desprecia y se conmina al silencio y la exclusión. En la topografía de la espera hay cadáveres, cicatrices, mutilaciones, moretones, llagas, llantos, soledad, sangre. No hay apetito en la espera, sólo reflejo alimentario. Y yo, como muchxs otrxs, como aquel 19 y 20 de diciembre de 2001, hace tiempo que tenemos urgencia de saciedad, de enarbolada avidez. Por eso, con el afán diligente por restituirme la capacidad de acción, la facultad de no esperar asoma insolente entre las líneas de la burocracia estatal.
La disidencia empieza en el aula
Brazos bien formados, mirada intensa, un tono de voz que parece nacer del bajo vientre, Valeria Flores –maestra, integrante del grupo activista Fugitivas del Desierto, escritora– no pasa inadvertida. Crítica del feminismo que discrimina a las lesbianas más masculinas y también del progresismo que enarbola la tolerancia, cuenta aquí su experiencia de ponerle cuerpo y sexualidad a la maternal y conservadora figura de la maestra en su práctica cotidiana.
Por Marta Dillon
¿Por qué elegir una definición como “potencia tortillera” para imprimirla en una remera?
–Porque después de eso, ¿qué te pueden decir? Trolas ya lo usamos para determinadas intervenciones del grupo del que formo parte, Fugitivas del Desierto. En cuanto a las remeras, es impresionante el empoderamiento que eso provoca. Además hay gente a la que no le queda más que reírse.
Pero implica una decisión vital que excede el activismo...
–Para mí es una necesidad integrar la vida personal, el activismo y el mundo laboral, que fue el último ámbito donde pude salir del closet. Soy maestra titular, tengo un quinto grado en una escuela del Oeste de la ciudad de Neuquén.
¿Cómo fue la experiencia de contar en el aula que la maestra, por ejemplo, tiene novia?
–Los chicos siempre preguntan si la seño está casada o tiene hijos. En la escuela donde empecé este camino lo sabía la directora y algunas compañeras de trabajo, y yo había planteado que la próxima vez que surgiera la pregunta iba a decir la verdad. Porque además de mis materias, Lengua y Ciencias Sociales, yo doy los talleres de sexualidad que son un espacio autónomo que autoriza la Ley Provincial de Salud Reproductiva, pero que el Consejo Provincial de Educación deja librado a la voluntad de las docentes y las escuelas.
Finalmente llegó el momento.
–La pregunta surgió en el taller. Las reacciones son distintas según el grado. Con uno, lo que quedó fue un silencio denso que terminó rompiendo el timbre del recreo. En el otro, donde los varones eran menos machistas y las chicas tenían una participación muy activa, dio para charlarlo. Alguno lo asoció con un profesor de computación, una nena me felicitó “por lo que era...” Después vino el fin de semana y no dejé de preguntarme qué iba a pasar el lunes.
¿Y qué pasó? ¿Se acercaron padres o madres?
–No, recién cuando hice la reunión para la entrega de boletines vino una mamá y me dijo que no debería haber hablado de “ese problema que usted tiene”. Le expliqué que no era un problema sino lo que yo era. También vino una mamá enojada porque decía que confundía a su hija hablando en el taller de travestis, gays o lesbianas, que no era necesario porque ella le enseñaba el respeto, que travestis, gays, lesbianas y chorros hay en todos lados. Tuve que explicar que la identidad sexual no tiene que ver con el delito. Hay que tener paciencia, porque el problema nunca es de los chicos o las chicas sino de los adultos.
Cuando llegaste a la escuela donde estás ahora, todo volvió a empezar.
–En realidad siempre empieza todo de nuevo. Por más que vengan hermanos de otros chicos que estuvieron conmigo, se transmiten la información, pero de manera clandestina, asumen el secreto y vuelven a preguntar si estás casada, como si se olvidaran.
¡Cuánta energía hay que desplegar!
–La misma que se pone en cada nueva relación. Siempre hay un momento que se piensa si lo decís o no lo decís. Esto del closet no es de una vez y para siempre porque la homosexualidad es la sexualidad secreta por excelencia, siempre hay una parte oculta. Así que llevará energía, pero así me siento más íntegra.
¿Y qué pasa si en el aula te dicen tortillera?
–No me ofendo, pero creo que da para conversar entre todos por qué eligen esa palabra que suele usarse como un insulto.
¿Nunca intervinieron otras autoridades escolares?
–Cuando me titularizo le planteé a la directora que quería poner a mi pareja como beneficiaria del seguro de vida y como concubina para poder tomarme licencia en caso de que ella se enferme. Le avisé para que no se sorprenda si la llamaban del Consejo Escolar para chequear los datos. Y así fue. Lo del concubinato lo dejaron abierto a la decisión de Salud Escolar. En cuanto al seguro... me dijeron que dejara la planilla en blanco, después que pusiera unión de hecho, después que no, que la pusiera como amiga... Al final el Registro Civil de Neuquén certificó nuestra unión de hecho, aunque no se lo pedimos, pero en el seguro dicen que de todos modos, llegado el caso, mi pareja tendrá que litigar.
Frente a estos hechos aparece con fuerza la falta de derechos.
–Para mí un hecho que me obligó a pensar, muy fuerte, fue el fusilamiento de Carlos Fuentealba. Porque le podría haber pasado a cualquiera, de hecho yo estaba en Arroyito ese día. ¿Qué hubiera pasado si la muerta hubiera sido una lesbiana? ¿Mi compañera hubiera tenido el status de viuda? ¿Hubiera tenido ella la palabra autorizada en los actos? ¿Qué hubiera pasado con mi identidad, habría sido algo a silenciar por el gremio? Además es cierto que yo, por hacerme visible como lesbiana, parece que sólo puedo hablar de eso y no como docente. La muerte de Carlos me desestabilizó, me obligó a pensar en la muerte, en la muerte política.
¿Dentro de tu gremio también sentís hostilidad?
–El silencio es hostil. Neuquén tiene una larga tradición de agitación política: Zanon, el pueblo mapuche, mi sindicato –ATEN–, Cutral-Có y los cortes de ruta. Pero sigue habiendo un silencio hostil frente a la disidencia sexual y aparece lo políticamente correcto: tratá de no exponerte, no andes diciéndolo... lo escuché del mismo progresismo.
¿Cuánto pesa en ese mandato de silencio que seas maestra?
–Hay una fuerte carga sobre la identidad docente, como si fuera igual a lo maternal; y a lo maternal, además, apoyado en cierto nacionalismo, autoritarismo, sobre la figura de una familia heterosexual y hegemónica. Me ha pasado que venga una vez un papá muy amenazante, que nunca había aparecido en ninguna reunión, a decirme que era una enferma, que no tenía que andar diciendo, que el mundo estaba así por gente como yo, drogadictos, sin pudor... la directora estaba adelante y a medida que el tipo se fue calmando dijo que él tenía amigas lesbianas, que iban a las fiestas que hacía en su casa, pero una cosa muy distinta era la maestra de su hijo.
Es un argumento que suele usarse, las disidencias están bien, pero fuera de la escuela...
–Pero yo pienso que es interesante activar la figura de la maestra como una trabajadora cultural y política. Y en el tema de la disidencia sexual que desborde también su práctica. Tendría poco sentido que yo dijera que soy lesbiana si después pongo en práctica todos los prejuicios de normalización que se ven dentro de la escuela.
Ser lesbiana, entonces, ¿es más que una identidad sexual?
–Para mí es una identidad política. Poder decirlo es poner de manifiesto ese silencio del que hablo y la naturalización de una norma que te dice cómo tenés que vivir tu deseo, tu cuerpo, tu placer. Yo me pregunto qué pasaría si una gran cantidad de lesbianas, por ejemplo en la academia, salieran del closet, ¿sería la misma la agenda feminista? ¿Cómo esperamos construir un movimiento lésbico sin lesbianas?
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